jueves, 28 de julio de 2011

Crónicas de un soldado de línea XII

CAPÍTULO 13

El suelo en el que un ejército no puede salvarse sino luchando de forma desesperada se llama terreno mortal.



Inmediatamente otra mole de nórdicos se nos abalanzó, rodeándonos.
El impulso era abrumador, y los dos bandos luchaban sin cuartel, ferozmente. Mientras, el rey Ragnar seguía machacándome con su hacha. Me sentía más desprotegido que nunca, y oí cómo unos soldados gritaban “¡Retirada, esta batalla es un suicidio!”. Estábamos rodeados por todos lados, y yo sabía que ese día moriría. Nunca pensé que haría una aerenga, pero la hice: “Compañeros de armas. El que hoy muera conmigo se ganará un poderoso aliado, mientras que el que huya, se ganarará un terrible enemigo que le arrancará los ojos. ¡Luchad, y morid!”. Esas fueron las palabras que me alentaron a seguir combatiendo contra ese usurpador con casco, a pesar de que me dolían los brazos de encajar golpes con el escudo.

Fue entonces cuando una furia salvaje y desesperada invadió mi cuerpo e hizo lo que le placía, pues lancé una arriesgada estocada que rozó el cuello del monarca y le hizo una pequeña herida. Esa desesperación me guió en toda la batalla.

Me tiró al suelo con el asta del hacha, y levantó los brazos para rematarme. Toda mi vida pasó en un instante por mis ojos, y entonces, una flecha se clavó en la axila de Ragnar, evitando así que me diera el golpe. Acto reflejo, hundí mi espada en un lateral del usurpador, y cayó herido al suelo. Unos soldados se lo llevaron arrastrando.

Mi desesperación y miedo se extendieron a todo el ejército y poco a poco hicimos que el enemigo se retirara.

Todos vitoreamos la aplastante victoria conseguida aquel día. Lo heridos y muertos aliados eran pocos, por lo que podríamos vigilar por la noche.

Letwin se acercó a mí para contarme las cosas que le habían pasado ese día, incluída la flecha que golpeó al rey enemigo. Al parecer, era suya.

A los dos días nos encontramos con más enemigos caminando al castillo, que todavía tenía las puertas rotas.

Después de comer, sobre las cuatro, los enemigos atacaron en conjunto contra el patio, por lo que no hizo falta poner hombres en las murallas. Recibimos la poderosa carga nórdica con fuerza y valor. Los hombres tenían el coraje y la moral necesarios para morir aquella vez.

Pero la abrumadora superioridad numérica empezó a ganarnos, y comenzamos a perder terreno. Nuestros hombres comenzaban a flaquear y a morir, sin que pudiéramos hacer nada. Yo peleaba sin descanso, pero no me cansaba pues estaba acostumbrado a batallas mucho más agotadoras.

Apenas estábamos Letwin, Stamar, unos veinte hombres y yo defendiendo el castillo sobre una manta de cuerpos con ríos de sangre serpenteando entre ellos. El conde me dijo: “Vamos, sálvate tú. Hay un pasadizo secreto cerca de aquella torre”. Todos ellos habían aceptado que iban a morir ese día.

De pronto, un nórdico empezó a atacarme. Yo le combatí sin miedo. Nunca había huído de una batalla. Pero ese sería la primera vez. Di media vuelta y salí corriendo hacia el túnel. Los enemigos me descubrieron y tres salieron en mi búsqueda. Solo podría ganarles si salía a campo abierto.

La persecución duró como tres cuartos de hora, hasta que salí de aquel túnel, dispuesto a vencer a mis perseguidores.

Me moví ágilmente mientras esquivaba los ataques de los tres a la vez y les propinaba golpes. Al final, decapité a uno, y los otros dos se quedaron aterrados. Aproveché el aturdimiento para atravesar a otro con la espada. El que quedaba le corté la pierna y la yugular. Cayó con un río de sangre.

Salí corriendo, pues todavía divisaba el castillo, que ahora ardía. Yo olía a sangre, y además la tenía por todo el cuerpo, por lo que no me dejarían entrar a algún sitio si no me lavaba antes. Descubrí un arroyuelo y pasé la noche allí.

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