lunes, 13 de junio de 2011

Crónicas de un soldado de línea VIII

CAPÍTULO 8
Donde se ponga una buena espada, que se quite lo demás.

Salimos al anochecer. Era de madrugada y era un ejército muy grande. Pronto nos juntamos con otros nobles y se formó un poderoso ejército de mil tropas. Seguramente estábamos en una campaña del mariscal del reino.

Vislumbré una mole de gente a lo lejos. El comandante del grupo nos informó de que era el ejército del mariscal enemigo, y que iba a ser la batalla más dura en la que estaríamos. Yo esperaba que no, pues en todas las batallas duras hay más posibilidad de morir.

Nos ordenaron formar en línea recta, con los escudos cubriéndonos. Me sentía como antes de llegar a Calradia: un don nadie.

Una nube de polvo salió de nuestro flanco derecho y se iba a estrellar contra otra que corría hacia ella. Yo suponía que eran los caballeros. Yo debería estar ahí, de no ser que mi contrato era de infante.

Esa nube de arena se hizo más espesa, hasta tal punto que ya no se veían los caballos. Luego, el mariscal, que se llamaba Falsevor nos soltó una arenga: “Infantes, arqueros, hoy será un día duro, que nos hará sufrir hasta el agotamiento, pero que no os preocupe eso, porque el que va a sufrir es el ejército enemigo”

Luego la multitud soltó un grito de guerra, y todos cargamos bajo una nube de polvo. La carga duró un minuto, pues rápidamente estábamos trabados en combate.
En efecto, la batalla era muy dura. Yo pegaba golpes a diestro y siniestro, con mi espada de acero nórdico, y mi escudo cometa aguantaba los golpes que me lanzaban. Llevábamos cuarenta minutos de combate, y el sudor y el cansancio empezaban a molestar. Hacía mucho calor dentro de la cota de malla, y pesaba mucho. Llevábamos más o menos una hora de batalla, y las fuerzas empezaban a flaquear. La vista se me nublaba poco a poco. Los golpes se sucedían uno tras otro, y el fragor de la batalla me estaba dejando un pitido en los oídos. Me hirieron en la pierna, lo noté, noté cómo me pasaba la hoja de una espada por mis músculos, pero no noté apenas una punzada de dolor.

Ésto era el nunca acabar, porque cada vez que matabas a uno, había otro por detrás. Los guerreros contra los que luchábamos eran los vikingos que yo ayudé al principio, y luchaban como yo los vi en mi primera batalla, gritando improperios y sacudiendo hachazos a todos. Mientras los de atrás te lanzaban hachas. Los virotes de los ballesteros que teníamos detrás no hacían nada a los hombres que estaban detrás de los grandes escudos redondos, que al parecer, nunca se rompían.

Un hombre, enfundado en una cota muy pesada, sacudió un hachazo a mi escudo, ya muy debilitado y con grietas. El escudo se partió en pedazos. Ahora estaba a su merced. Ese vikingo lanzó un lento pero poderoso golpe con su pesada hacha de dos manos, que al ser tan grande, pude esquivar fácilmente. Yo era bajito, y ágil, así que cogí un broquel del suelo y lo puse encima de mi cabeza, justo a tiempo para que no me la abrieran en canal. Acto reflejo, hundí mi espada en el cuerpo del hombre, que cayó sin vida al suelo.

El cielo parecía marrón y me dolía todo el cuerpo. Tenía varias heridas que me laceraban pero que apenas me dolían. No veía apenas nada por el cansancio. A otro le atravesé el cerebro con mi espada, ya empapada de sangre. Me cubría todo el rato con mi escudo porque no tenía energías para hacer más. Desapareció la infantería enemiga. Mi cuerpo estaba lleno de sangre, como mi espada, mis manos, y mi escudo. Tenía una sensación de alivio.

Pero otra mole de tíos con hachas y escudos enormes cargó contra nosotros. Estaba perdido. A diez metros de nosotros nos soltaron una descarga de hachas arrojadizas, que golpearon nuestros escudos.

Seguí luchando, con mucho dolor y cansancio. Teníamos que pelear con los escudos sobre nuestras cabezas, porque nunca sabías si uno de atrás te lanzaría un hacha. La batalla se prolongaba. Llevábamos más o menos dos horas de batalla, y yo ya pensaba que moriría de cansancio o desangrado. Caí al suelo. Me levanté, con arena pegada en la cara por el sudor. Luchábamos y luchábamos, pero siempre salía otro para sustituir al difunto.

Perdí la noción del tiempo durante unas horas, pues estaba sumergido totalmente en la contienda. Vi que empezaba a anochecer, y eso me indicó que llevábamos todo el día luchando. Empecé a tener hambre, pues no había comido nada desde la mañana. La feroz infantería enemiga había hecho estragos en la nuestra, que también había recibido muchísimos refuerzos. Mi cuerpo estaba lleno de sangre. Yo era uno de los pocos que habían estado desde el principio de todo.

Nos ordenaron atacar a los arqueros nórdicos, que eran bastantes. Nos estábamos acercando, andando, haciendo caso omiso las órdenes de correr. Cuando estuvimos a tiro de los arqueros, empezaron a caer flechas que se estrellaban en los escudos.

Mi broquel se empezaba a partir, de recibir flechas. Llegamos a la fila de arqueros, y empezamos a pasarles la espada por el cuello, pues tenían una pobre equipación para el cuerpo a cuerpo. Los matamos rápido, a pesar de que todos estábamos cansados. Los caballeros que quedaban persiguieron a los desertores que huían.

Me sentía extraño, con una mezcla de euforia, alivio y poderío. Seguro que nuestros nombres se conocerían ahora por toda Calradia...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Esta bastante buena la historia, espero poder seguir leyendola.

Miguel Ángel dijo...

Pues deja de esperar y léela :)