viernes, 24 de junio de 2011

Crónicas de un soldado de línea X

Este capítulo es el que hará que empiece la verdadera historia.


CAPÍTULO 10
No debí menospreciar un arco.

El mariscal dio un grito de guerra y espoleó el caballo. Nosotros le seguimos. Nos paramos en una colina, donde se veía perfectamente la escaramuza que se estaba dando ese día. Nuestro jefe soltó otro grito, y salió al galope colina abajo. Como éramos sus guardaespaldas, le seguimos. Todos participamos en un contundente choque contra la caballería enemiga. Era todo algo confuso. Aunque no era una batalla grande, empezaba a convertirse en una descontrolada melé. Encontrabas infantes entre caballeros, caballeros entre infantes.

Nos separamos de la batalla, porque nuestros caballos morirían en batalla. Entonces, una inmensa lluvia de flechas empezó a caer. Gracias a Dios que yo tenía un broquel nórdico que me cubría bien. No paraban de caer flechas. El mariscal nos lanzó un mensaje de tranquilidad. El escudo de Erika se hizo astillas, y pronto vi como una flecha le atravesaba entre las cejas y caía del caballo inerte. Estaba acostumbrado a ver morir gente conocida, pero eso me sentó como una puñalada en el corazón.

Las lágrimas empezaron a salir de mis ojos, y acto reflejo, le di una patada al caballo y salí galopando hacia la escaramuza. El mariscal me gritó para que no me fuera, pero yo hice caso omiso. Supuse que eso sería el despido de la guardia del general y la vuelta a la vida de infante.

Enristré mi lanza, la puse bajo mi axila con toda la rabia del mundo. Hoy quería matar. Atravesé la yugular de un soldado de a pie nórdico con mi lanza, pero eso no me sació la sed de sangre de ese momento. Saqué mi espada nórdica y empecé a golpear enemigos. Sabía que eso sería casi un suicidio, pero eso me daba igual. Maté a tres hombres, y a otro lo dejé herido terminal.

Entonces, algo me dijo que saliera de allí y me reuniera con el general. Fue entonces cuando una flecha atravesó el cuello de mi caballo, que cayó muerto en el campo, tirándome al suelo. En ese momento sentí verdadero pánico, al ver que tenía que ir corriendo. Fui rápido como el viento hacia el general, que me comunicó que estaba automáticamente expulsado de la guardia personal.

La escaramuza acabó por la tarde, y montamos un inmenso campamento. Los dos bandos habían recibido grandes refuerzos. Estuvimos tres días en el campamento preparándonos física y mentalmente para lo que acontecía.

Por la mañana del cuarto día nos hicieron formar en filas. La formación de nuestro ejército era dos líneas principales de infantería, yo estaba en la primera, dos escuadrones de caballería, uno en cada flanco, y una larga línea de arqueros en la retaguardia. Se calculaba que nuestro ejército contaba con cuatro mil guerreros, y el enemigo con cuatro mil quienientos.

Empezamos una marcha general, al igual que el enemigo. Yo estaba asustado. Entonces nos paramos, e ingentes cantidades de flechas empezaron a silbar sobre nuestras cabezas. Así mismo, empezaron a caernos voleas de flechas enemigas, que se estrellaban en nuestros escudos, pero también nos herían. A mí me dio de lleno una en el hombro derecho. Fui a quitármela, pero un soldado de al lado me gritó, sobre el ruido de las flechas, que no la arrancara o la punta se me alojaría dentro. Entonces la partí un poco para que no me molestara al luchar.

Una vez intercambiado fuego, mandaron a la primera línea cargar contra el grueso del ejército enemigo. Cargábamos, dejaron de caer flechas, pues el cuerpo a cuerpo le pueden caer flechas a los tuyos o a los enemigos, y más vale no arriesgarse. Entonces dimos un brutal choque contra los nórdicos, y empezó la más sangrienta de la batallas. Ya tuve una lucha muy grande con ellos, así que matar nórdicos fue tres cuartos de lo mismo: Luchar con el escudo arriba y aprovechar sus lentos movimientos.
Seguíamos luchando, y oímos un cuerno de guerra. Al minuto, la segunda línea aliada vino de refuerzo. También oí un ruido de caballos muy grande, y supuse que nuestros caballeros estaban cargando por el flanco enemigo.

Me encontré a un huscarle nórdico, con un gran escudo. Luchaba bien, de forma muy agresiva. Apenas daba defensa, y luchaba sin cuartel. Entonces me vino a la cabeza lo de Erika, y asesté un corte en el cuello del huscarle, que murió. Estuvimos luchando durante varias horas más. Empezó a llover.

El barro que se formaba por la lluvia disipaba el polvo del aire, que muchas veces dificultaba la visión, pero hacía que tus pies se hundieran en el lodo. La lluvia refrescaba y hacía que no tuviera calor dentro de la pesada malla. Mis pies se llenaron de barro, y me pesaban mucho. Tropecé. Mi cara se llenó de barro, y no me daba tiempo de limpiarme los ojos, así que tuve que aguantarme con no ver mucho. Me levanté, con mucha rabia, y amputé de un solo tajo el brazo de un soldado enemigo. Corría la sangre como ríos en el barro, y los cadáveres se amontonaban en e campo de batalla. Se oían gritos de dolor y súplicas por todos lados. Era estresante. Me hicieron varias d¡heridas y cortes en el cuerpo, que se infectaron con el barro. Me dolía todo.

La batalla nunca se acababa. Me despisté un momento, y oí una voz “¡Detrás de vos!”. Me di la vuelta y puse mi escudo encima del casco, entonces vi como media hoja de un hacha se adentraba en mi escudo, mientras saltaban astillas. Tenía miedo, pero reaccioné a tiempo y hundí mi espada en el vientre de mi rival. La batalla proseguía, y no dejaba de llover. El cansancio me estaba pasando factura, y mis movimientos se hacían cada vez más lentos. Estaba agotado. Dejó de llover, y entonces un abrasador sol salió de entre las nubes. Al rato estaba acalorado, sudando. Maté a muchos enemigos, pero me desmayé de cansancio.

Me desperté, seguía la batalla. Aún estaba algo mareado, pero me levante. Destrocé el byrnie de un enemigo y lo maté de un corte. Mi equipo estaba lleno de sangre, sudor y barro, todo en una pastosa mezcla.

Oí otra vez el estruendo de caballos, pero esta vez fue por nuestra retaguardia. Los enemigos nos habían rodeado. Sentí cómo perdía las ganas de luchar, y ganaba ganas de huir. Pero si huía, me capturarían como prisionero, así que permanecí en batalla. Cada vez me era más y más difícil tenerme en pie.

Otra vez oí en galope de caballos, y vi cómo lo que quedaba de nuestra caballería aplastaba las filas enemigas y mataba a los caballeros enemigos. Fue nuestra salvación.

Esta vez nos mandaron a por los arqueros, que nos regalaron una potente lluvia de flechas. Una saeta me hirió el vientre, y tuve suerte de que no me perforara ningún órgano. La infantería de proyectil nórdica se confió mucho al creer que podrían con unos curtidos soldados, muy cansados, pero veteranos. Nos deshicimos de los arqueros nórdicos de un plumazo. Entonces empezaron a vitorear todos. En ese momento, aproveché para coger un caballo sin dueño, y escapar al galope de allí.

Suerte que aún me quedaba un poco de pan duro sin mancharse de barro, porque si no, no tendría nada para comer.

Al día siguiente, pedí permiso para entrar en el castillo de Rindyar. En la sala del señor se encontraba el Conde Ryis, que me contó que estaba descansando después de perder su ejército en la batalla. Además había otro hombre, que me dijo: “Tu cara me suena, creo que ya sé quién eres”. Eso me asombró. “¿De dónde vienes tan herido y cansado?. De la misma batalla que Ryis?. Yo asentí.

Ese hombre se hacía llamar Letwin Buscador-lejano, y afirmaba ser el legítimo rey de los nórdicos. Me preguntó que si quería unirme a su revuelta, que sería difícil. El parecía confiar plenamente en mí, cosa que extrañó. Yo le contesté: “Con mucho gusto me uniré a tu revuelta, Letwin”. “Intentaré convencer a los nobles para que se unan a nuestra causa”.

En ese momento sentí que no había vuelta atrás.

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